Ya estaba llegando tarde al recital y pensé que si me apuraba, podía llegar a los últimos temas y ver entonces al Rockstar. Después de darme cuenta de que el control era mío otra vez, acepté ir caminando hasta el evento en compañía de Federico. Travolta me poseyó nuevamente y, sin siquiera intentar disimularlo, comencé a balancear mis brazos y a tararear el soundtrack de “Saturday Night Fever”, mientras interiormente divagaba con la idea de que el “Saturday” era más bien un “Friday” para mí.
Algo interrumpió el aparatoso movimiento de mi cuerpo. Era la mano de Federico que estrechaba la mía, pretendiendo que así recorriéramos la distancia hasta el recital. Toda la música se convirtió en ruido blanco. Algo de toda la situación no me cerraba y, obviamente, era ese gesto tan tierno y afectuoso en una situación que yo había determinado de antemano que no lo sería.
Caminamos en silencio y tomados de la mano no más de diez metros, hasta que un maravilloso objeto se interpuso en mi trayecto: la taza de un auto. Me apuré a soltarme y agarrarla, lanzarla al aire y volver a agarrarla. Me felicité por tener tanto talento para los malabares y agradecí los aplausos de Federico.
-Fede: Deberías dedicarte a hacer malabares en los semáforos –dijo muy convencido antes de reírse e intentar sacarme la taza para volver a darme la mano.
-Sol: Dejámela. Esta taza me va a hacer millonaria, mirá –después de forcejear suavemente, me paré enfrente de los autos que esperaban a que el semáforo cambiara de color e hice mi gracia con la taza. Para mi sorpresa y la de Federico, en dos semáforos hice $20.
Debo confesar que los taxistas son muy generosos y aconsejarle a los que hacen esto como profesión, que el vestido es más efectivo que la cara pintada y la ropa hecha con patchwork.
También debo confesar que me sentí bien, plena. No eran las cervezas que había tomado: era yo misma, sin miedo al ridículo, divirtiéndome de verdad, sintiendo que la gente encontraba en mí ese encanto que siempre me distinguió. La misma espontaneidad que había enamorado a Javier en nuestra primera cita, cuando lo obligué a quedarse hasta la madrugada en una plaza, viendo cómo yo tocaba para todo el mundo, sin siquiera reparar en su presencia.
El sexo en sí, para mí, no es más que otra fuente de placer. Después de vivir mucho tiempo con culpa, creyendo que lo correcto era dejar pasar un determinado tiempo hasta llegar a ese nivel de intimidad, por el solo hecho de pensar que el otro debía sufrir hasta obtener lo que –en realidad- ambos queríamos, como prueba de su real interés en mi persona o de mi valía como mujer, me había dado cuenta de que todos estos rituales de espera, sufrimiento y culpa eran un sinsentido. El sexo no era más que otra fuente de placer: comer, leer un libro, escuchar música, tener relaciones. Si se hace responsablemente, dejándole saber al otro dónde está parado, la función que cumple y el lugar que tiene en tu vida, cuidándose y previniendo consecuencias no deseadas, no es más que eso: un momento en el cual dos personas la pasan bien, propinándose afecto o entregándose al más primitivo de los impulsos.
Al quitarle toda la carga moral y no dejar que la sociedad y sus imperativos se interpusieran entre mi deseo y su concreción, aprendí a disfrutar verdaderamente. No sólo en aquellas relaciones esporádicas, casuales, sino en aquellas otras que encierran un profundo amor y una promesa de futuro cierta.
Pero éste no fue el descubrimiento más importante que hice. Esto no era más que una pista que me iba a llevar a la esencia de la cuestión: la elección.
Cuando ocurrió lo de Ramiro, por momentos, sentí culpa y hasta bronca por Javier. Sentía que él me había obligado tácitamente, me había puesto en la situación de estar con otra persona. Pensaba que si él hubiera venido con el ramo de flores antes, jamás hubiera pasado algo “tan terrible” como que yo pudiera estar con otra persona como si nada cuando nuestra separación todavía era reciente. Sin embargo, yo había cumplido con todos los mandatos sociales: estaba soltera, ya no vivía con mi novio y era libre de hacer lo que quisiera. Pero tenía otra obligación y no era para con nadie más que para conmigo misma. El haber estado con Ramiro no había cambiado ni un ápice de lo que yo sentía por Javier. Era una sensación rara y completamente novedosa: ¿cómo podía haber estado con alguien y que no significara nada más que un momento de placer que no influía en lo más mínimo en lo que sentía por otra persona? Me habían enseñado que amar a una persona no es decirle que “sí” a ella, sino decirle “no” al resto. En esa elección también se escondería la fidelidad. Sin embargo, yo no estaba siendo infiel, porque estaba soltera. Ahí me di cuenta de que a los mandatos sociales no sólo había que alejarlos de la cama, sino de las elecciones. Jamás dejé de elegir a Javier y, por más que tuviera todas las credenciales de inocencia y libre culpa, esa elección conlleva una responsabilidad y consecuencias. Lo que yo había hecho no tenía nada de malo, no era incorrecto, no era moralmente sancionable, pero podía herir a quien yo amaba. Seguir sintiendo lo mismo por Javier, también tenía que implicar demostrarlo del mismo modo. Hay quienes nos quieren y hay quienes nos quieren bien. Elegir a Javier también implicaba evitar hacer cualquier cosa que pudiera lastimarlo. Eso sería quererlo bien.
Yo sabía que podía llevar a Federico a mi casa, sabía que eso no cambiaría en nada lo que yo sentía por Javi, que estaba soltera y la mar en coche. Pero ahora también sabía que algo así podía lastimarlo y eso era lo último que quería hacer. Aunque no me respondiera los mails, aunque no me hablara, aunque me hubiera dicho que nuestra relación se había acabado y para mí un momento con Federico no fuera más que un espacio de placer instantáneo y perecedero, la cuestión ya no se dirimía en el ámbito de lo que está bien o lo que está mal.
Supe que era el momento de huir.
-Superyó: Con el último aliento no etílico que me queda, te recomiendo que huyas ya. Yo ya no soy responsable por lo que hagas. ¡Hic!
-Ello: ¡Ay, sí! ¡Qué divertido! ¡Vámonos al recital!
-Sol: Dishculpame, Fererico… pero lo nuestro nou puede zer… ¡hic! –dije antes de apoyar la taza en el asfalto y abordar el taxi de uno de los espectadores de mi maravilloso show.
Federico se quedó en su lugar, saludando con la mano alzada y una sonrisa de satisfacción. “Mañana te llamo”, alcancé a oir mientras me alejaba de él y me acercaba al que sería el papelón de mi vida.